Como sucede en muchos otros ámbitos de la vida, las modas y tendencias, pueden elevar un producto a lo más alto o hundirlo en la más absoluta de las miserias.
Fue en París, a mediados del siglo XIX, cuando se empezaron a ver las primeras botellas de champagne rosado. En aquel entonces, se consideraba champagne “defectuoso” o de muy baja calidad.

El motivo de infravalorar de esa manera el champagne, se debe a que el verdadero objetivo era la producción de un champagne con su típico color blanco pálido, sin embargo, en ocasiones, sucedía que el vino quedaba colorado en exceso, ya fuese por que las uvas (Pinot Noir o Pinot Meunier , ambas uvas tintas pero con pulpa blanca), estaban demasiado maduras o porque el contacto del mosto con sus hollejos, se prolongó más de la cuenta.

Normalmente ese vino era desechado y los responsables de tan imperdonable error, recriminados en el mejor de los casos. Sin embargo, algún avispado bodeguero pensó que merecía la pena intentar dar salida a aquel “vino defectuoso”. La mejor opción era servirlo en locales más bien mediocres y en los que se bajaba la luz con el objetivo de que los clientes no se percataran del excesivo color rosado que mostraba el champagne.

No fue hasta principios del siglo XX, cuando el champagne rosado dejó de considerarse un vino defectuoso para convertirse en una variedad más de los prestigiosos vinos de la Champagne francesa.

Curiosamente, 100 años después, las más legendarias firmas de Champagne , muestran con orgullo sus complejos vinos rosados, que hoy en día gozan de un prestigio fuera de toda duda.

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